Magadalá era una aldea perdida y yo no quería perdérmelo. Urdimos un plan. Como en aquel pequeño poblado del sur de Mali no había electricidad, la única forma de ver el Barça-Madrid de aquella noche era echándole kilómetros. Mi amigo Abdulaye le pidió una moto prestada a un vecino y nos dirigimos al cruce de caminos con la carretera principal, a 45 minutos de polvo y arena, para encontrar una gasolinera. Aquel líquido iba a ser maná: el combustible nos permitiría encender un generador y alimentar así el único televisor del poblado. Dos horas después, sucios y magullados por los baches del camino, entramos como emperadores a Magadalá. Traíamos gasolina y habría partido.

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