De mi viaje juvenil a Cuba hace mil años me quedó la frase “no es fácil”, pronunciada con acento dulzón por todo tipo de gente honrada como sutil protesta ante las adversidades que entrañaba el salir adelante cada día. Recuerdo que me encantaron Viñales y Pinar del Río, tierra de plantaciones de tabaco, porque estaban lejos del ruido de La Habana, no soportable más allá de siete noches, y porque entablé un conato de amistad con un tal Luis Enrique al que le acabé enviando de vuelta a Barcelona un saco lleno de balones y botas de fútbol para que el equipo de su pueblo, del que era capitán, no se le cayera. Cubanos raros a los que les gustaba el fútbol y no el béisbol. Luis Enrique se iba a casar, nos hizo de guía a mí y a una novia que tuve en una excursión en la que nos descubrió una planta carnívora que se zampaba insectos y me enviaba cartas que yo le devolvía hasta que nos olvidamos mutuamente.